El frio de Enero arrecia y llovizna un poco sobre una calle
repleta.
Acelera el paso. El coche, en el parking. Todavía hay que
salir del centro y peregrinar para llegar a la zona residencial donde le
esperan, como reza el buzón, mujer e hijos.
En un portal, un hombre con esa edad indefinida que
tienen los vagabundos. Barba larga, pelo sucio y canoso, igual de largos ambos.
Se miran. En sus ojos hay cierto rencor, o eso parece adivinarle tras esa
especie de sonrisa irónica que dibuja su cara los dos o tres segundos en los
que se cruzan sus miradas. Parece que quisiera contarle algo y se pregunta:
cómo puede un hombre terminar así, cómo puede abandonarse de tal modo. Acelera
aún más el paso agarrando sus bolsas, su vida acomodada, le espera.
Y todo pasó demasiado rápido. La empresa comprada. Un ERE
que le pilló en fuera de juego. Devolver el coche, el móvil, el portátil y su
futuro. Un despido con lo que marcaba la ley. Su mujer, que descubrió aquella
infidelidad que ya sabía en el peor momento de todos. Maletas hechas con prisa,
tres tardes a la semana de visita y media docena de puertas que esperaba
abiertas, se cerraban con más o menos violencia. Un millón de entrevistas y un
teléfono que dejó de sonar. Cambio su zona residencial por un apartamento, éste
después por un hostal y cuando quiso darse cuenta, ya no tenía para pasar la
pensión a sus hijos. Una reclamación judicial, una pérdida de los derechos y el
alcohol como absurdo salvavidas.
Los bancos dejaron de llamarlo de usted, más tarde, el de
seguridad le impedía la entrada. Nadie recordaba ya haberlo conocido, nadie
reconocía aquel negocio exitoso, aquella convención al otro lado del océano. Ni
él mismo se recordaba con traje y corbata.
El pelo empezó a crecerle, no tuvo ganas ni motivos para
cortárselo como poco antes ya sucedió con la barba.
La primera noche que durmió frente a un banco, en la calle,
fue incapaz de conciliar el sueño. Ahora ya, dos meses después, se mueve con
cierta soltura en los submundos de la ciudad. Lo peor es la lluvia, y el miedo
a perder lo poco que le queda, la dignidad ya es una quimera.
Es navidad y Madrid huele a polvorones desmemoriados,
chocolate y sabe a felicidad transitoria.
Él está en un portal, intentando que la ligera lluvia y el frío no le
hielen el ánimo. Un hombre trajeado, de mediana edad que sería si la recordarse
la suya, dobla la esquina. Va cargado con multitud de bolsas. Su caminar es
firme. Cruzan las miradas un segundo. El hombre la esquiva y él, cómplice, le
dice con una sonrisa irónica y en silencio: podrías ser tú amigo, podrías ser
tú.
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