lunes, 23 de enero de 2017

La vida debería ser...

La vida debería ser una tarde de domingo, con gripe, teléfono mudo y pasiones enjauladas en el televisor.

Domingo, imprescindible que sea domingo, no sábado. Que no ofrezca estímulos para salir de casa, tiendas y museos cerrados, cines demasiado abarrotados y bares -al menos por la tarde- desiertos. Desde luego, mi domingo debe pertenecer al otoño o al invierno con el frío ahuyentando las ganas de ir a dar un paseo o hacer el esfuerzo de ir a ver a algún amigo. Un domingo que como una única y máxima atracción sea arrebujarse en el sofá enrollado en una manta.

Gripe aguda. Esa que da una sensación de calma, de nube, gripe de excusa para no hacer absolutamente nada.
El teléfono en silencio para que nadie contamine con sus ilusiones o desánimos la paz que me invade, silencio para no sentir que existe otra vida más allá de la que late entre mis cuatro paredes.
Televisor encendido, por un día no pasa nada, con hermosos muñequitos de celuloide que luchan y se desesperan. Aman, sufren y les ocurre la vida en dos horas, nacen, se casan, mueren, vuelven a nacer, casarse y morir. Cometen los mismos errores generación tras generación. Experimentan pasiones perfectas y enamoramientos de por vida imposibles de llegar a término, por supuesto. Si alguien contrae un matrimonio equivocado le espera la infelicidad perpetúa, sin becarias que alivien el camino. Y el que odia, prostituye y domina suele encontrar, al final, un instante de arrepentimiento. Todo eso ocurre a 2 metros del sofá, detrás de un cristal y uno se puede levantar a la cocina y dejarles solos amándose u odiándose. Puede apagarlos y sustituirlos por música. Y volverlos a encender o cambiarlos por otros que corren montados en coches con sirenas, que se pelean y se matan. Es igual de verdad. Igual de mentira.
Sí!!! la vida debería ser esto, una tarde de domingo en otoño o invierno con ciertas miasmas que nos aturdan suavemente, con los sonidos que elegimos, apenas sin pensamientos y atenuados los sentimientos. Un domingo sin ansiedad, sin prisas, aparcados los problemas y hasta las esperanzas. Luces indirectas, objetivos aplazables, vajilla en el fregadero, da igual, no la vemos desde el sofá.
Ay!! domingo donde nada es urgente, nada.
Y no sé por qué tiene que llegar el lunes. Salir a la calle, afrontar el trabajo con el cuerpo renqueante por la gripe, notar el silencio del teléfono, añorar el sonido del teléfono y sentir. Sentir sin excusas, sin pausa, sin posible apelación, sin escapatoria. Luchar y desesperarse, amar y sufrir, experimentar pasiones imperfectas, vivir entre pasiones imperfectas, vivir entre situaciones perfectamente soportables para todos los demás. ¡Y no poder apagarlas! E ir con tu corazón a la cocina y fregar los platos, la música de los lunes tiene palabras, suenan palabras de lunes que no puedes callar.

¡La vida debería ser una tarde de domingo!

martes, 10 de enero de 2017

Podría ser yo, podrias ser tú

Dobla la esquina decidido; atrás queda el ajetreo de una ciudad que huele a fiestas navideñas por todos los dígitos, los datafonos humean insensibles rescatando las pagas, las bolsas con compras hacen olvidar un año duro, quizá el último de una cadena que algunos llamarón crisis. Él lleva cuatro o cinco bolsas matriuskas en cada mano. Está contento, satisfecho ha terminado las compras en una tarde, las prisas por cumplir y no desatender su trabajo.

El frio de Enero arrecia y llovizna un poco sobre una calle repleta.

Acelera el paso. El coche, en el parking. Todavía hay que salir del centro y peregrinar para llegar a la zona residencial donde le esperan, como reza el buzón, mujer e hijos.

En un portal, un hombre con esa edad indefinida que tienen los vagabundos. Barba larga, pelo sucio y canoso, igual de largos ambos. Se miran. En sus ojos hay cierto rencor, o eso parece adivinarle tras esa especie de sonrisa irónica que dibuja su cara los dos o tres segundos en los que se cruzan sus miradas. Parece que quisiera contarle algo y se pregunta: cómo puede un hombre terminar así, cómo puede abandonarse de tal modo. Acelera aún más el paso agarrando sus bolsas, su vida acomodada, le espera.

Y todo pasó demasiado rápido. La empresa comprada. Un ERE que le pilló en fuera de juego. Devolver el coche, el móvil, el portátil y su futuro. Un despido con lo que marcaba la ley. Su mujer, que descubrió aquella infidelidad que ya sabía en el peor momento de todos. Maletas hechas con prisa, tres tardes a la semana de visita y media docena de puertas que esperaba abiertas, se cerraban con más o menos violencia. Un millón de entrevistas y un teléfono que dejó de sonar. Cambio su zona residencial por un apartamento, éste después por un hostal y cuando quiso darse cuenta, ya no tenía para pasar la pensión a sus hijos. Una reclamación judicial, una pérdida de los derechos y el alcohol como absurdo salvavidas.
Los bancos dejaron de llamarlo de usted, más tarde, el de seguridad le impedía la entrada. Nadie recordaba ya haberlo conocido, nadie reconocía aquel negocio exitoso, aquella convención al otro lado del océano. Ni él mismo se recordaba con traje y corbata.

El pelo empezó a crecerle, no tuvo ganas ni motivos para cortárselo como poco antes ya sucedió con la barba.
La primera noche que durmió frente a un banco, en la calle, fue incapaz de conciliar el sueño. Ahora ya, dos meses después, se mueve con cierta soltura en los submundos de la ciudad. Lo peor es la lluvia, y el miedo a perder lo poco que le queda, la dignidad ya es una quimera.

Es navidad y Madrid huele a polvorones desmemoriados, chocolate y sabe a felicidad transitoria.
Él está en un portal, intentando que la ligera lluvia y el frío no le hielen el ánimo. Un hombre trajeado, de mediana edad que sería si la recordarse la suya, dobla la esquina. Va cargado con multitud de bolsas. Su caminar es firme. Cruzan las miradas un segundo. El hombre la esquiva y él, cómplice, le dice con una sonrisa irónica y en silencio: podrías ser tú amigo, podrías ser tú.