martes, 10 de enero de 2017

Podría ser yo, podrias ser tú

Dobla la esquina decidido; atrás queda el ajetreo de una ciudad que huele a fiestas navideñas por todos los dígitos, los datafonos humean insensibles rescatando las pagas, las bolsas con compras hacen olvidar un año duro, quizá el último de una cadena que algunos llamarón crisis. Él lleva cuatro o cinco bolsas matriuskas en cada mano. Está contento, satisfecho ha terminado las compras en una tarde, las prisas por cumplir y no desatender su trabajo.

El frio de Enero arrecia y llovizna un poco sobre una calle repleta.

Acelera el paso. El coche, en el parking. Todavía hay que salir del centro y peregrinar para llegar a la zona residencial donde le esperan, como reza el buzón, mujer e hijos.

En un portal, un hombre con esa edad indefinida que tienen los vagabundos. Barba larga, pelo sucio y canoso, igual de largos ambos. Se miran. En sus ojos hay cierto rencor, o eso parece adivinarle tras esa especie de sonrisa irónica que dibuja su cara los dos o tres segundos en los que se cruzan sus miradas. Parece que quisiera contarle algo y se pregunta: cómo puede un hombre terminar así, cómo puede abandonarse de tal modo. Acelera aún más el paso agarrando sus bolsas, su vida acomodada, le espera.

Y todo pasó demasiado rápido. La empresa comprada. Un ERE que le pilló en fuera de juego. Devolver el coche, el móvil, el portátil y su futuro. Un despido con lo que marcaba la ley. Su mujer, que descubrió aquella infidelidad que ya sabía en el peor momento de todos. Maletas hechas con prisa, tres tardes a la semana de visita y media docena de puertas que esperaba abiertas, se cerraban con más o menos violencia. Un millón de entrevistas y un teléfono que dejó de sonar. Cambio su zona residencial por un apartamento, éste después por un hostal y cuando quiso darse cuenta, ya no tenía para pasar la pensión a sus hijos. Una reclamación judicial, una pérdida de los derechos y el alcohol como absurdo salvavidas.
Los bancos dejaron de llamarlo de usted, más tarde, el de seguridad le impedía la entrada. Nadie recordaba ya haberlo conocido, nadie reconocía aquel negocio exitoso, aquella convención al otro lado del océano. Ni él mismo se recordaba con traje y corbata.

El pelo empezó a crecerle, no tuvo ganas ni motivos para cortárselo como poco antes ya sucedió con la barba.
La primera noche que durmió frente a un banco, en la calle, fue incapaz de conciliar el sueño. Ahora ya, dos meses después, se mueve con cierta soltura en los submundos de la ciudad. Lo peor es la lluvia, y el miedo a perder lo poco que le queda, la dignidad ya es una quimera.

Es navidad y Madrid huele a polvorones desmemoriados, chocolate y sabe a felicidad transitoria.
Él está en un portal, intentando que la ligera lluvia y el frío no le hielen el ánimo. Un hombre trajeado, de mediana edad que sería si la recordarse la suya, dobla la esquina. Va cargado con multitud de bolsas. Su caminar es firme. Cruzan las miradas un segundo. El hombre la esquiva y él, cómplice, le dice con una sonrisa irónica y en silencio: podrías ser tú amigo, podrías ser tú.

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